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Legislatura: 1893-1894 (Cortes de 1893 a 1895) |
Sesión: 5 de abril de 1894 |
Cámara: Congreso de los Diputados |
Discurso / Réplica: Réplica |
Número y páginas del Diario de Sesiones: 99, 3329-3334 |
Tema: Crisis ministerial del Gobierno |
El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): Con gratitud, aunque sin extrañeza, he oído las palabras, halagüeñas para mí, con que empezó su discurso el Sr. Romero Robledo. Digo que sin extrañeza, porque de antiguo me profesa una amistad muy cariñosa, por más que en política hace tiempo que nos separamos, y cumple con sus deberes políticos, dejando a un lado los de la amistad. Le agradezco sus frases cariñosas para mí, y ya sabe S. S. que en ocasión parecida y tan desgraciada para S. S. como fue para mí el último accidente, tuve para él frases tan afectuosas como las que me ha dedicado está tarde.
Pero prescindiendo de este asunto, verdaderamente particular y amistoso, yo debo decirle al señor Romero Robledo, que empeñado en tomar las noticias y los datos en que ha de fundar sus discursos en el relato de ciertas crónicas, resulta malo para S. S. el empeño, porque esas crónicas son de todo punto inexactas, y aún me atrevería a decir, si no fuera dura la palabra, de todo punto falsas, porque no hay una sola palabra de exactitud en la relación que ha hecho del modo de constituirse el Ministerio que S. S. ha llamado de notables. Entonces llamé a los amigos, como sucede en todas las crisis, y constituimos el Gobierno sin que pasara nada de lo que S. S. nos ha referido . ¿En qué crónicas ha encontrado S. S. las noticias que nos ha dado?
Pues lo que digo de esa crisis digo de todas las demás; porque si las crisis fueran tan agradables y tan entretenidas como se desprende de la relación que S. S. ha hecho de la última, yo desearía una diaria; y declaro que no las quiero, porque no hay nada que dé más disgustos a un hombre político que una crisis.
Todas esas conversaciones que S. S. ha supuesto o le han referido, son de todo punto inexactas. Yo en la última crisis llamé a los amigos que creí conveniente llamar, en el sentido de que habiendo de formar un Ministerio que fuera continuación del anterior, quería que la modificación fuera a gusto de los que salían y de los que entraban. En este sentido llamé a todos los individuos que habían pertenecido al Ministerio que S. S. ha llamado de notables, y además A aquellas personas que yo creía que podían estar en aptitud de ayudarme a formar el Ministerio . Dejé de llamar a muchos amigos cariñosísimos míos, porque S. S. al citar los nombres, para mi muy queridos y respetables, de los Sres. Canalejas y Marqués de Sardoal, se ha olvidado de otros amigos no menos queridos para mi y a quienes tampoco llamé, porque ni pertenecían al Ministerio que iba a desaparecer, ni tampoco entraban en el número de las personas que yo creía que estaban en aquel momento en aptitud de formar parte del nuevo Ministerio y de ayudarme en la difícil tarea de gobernar.
No hablemos de esas conversaciones que S . S. contaba a su gusto, con mucha gracia, es verdad, pero sin exactitud ninguna, ni de diálogos como estos: "¿qué le parece a usted?", "y a usted, ¿qué le parece?"
Eso lo he oído yo por primera vez está tarde en boca de S. S . Y lo mismo puedo decir de otras cosas por el estilo, pareciéndome a mí que las crisis y la manera de formar los Ministerios no deberían tratarse, al menos en el Parlamento, de la manera como S. S. las ha tratado.
Pero vamos a lo del Ministerio de notables. Se formó el Ministerio de notables de la manera, pintoresca que S. S. ha indicado aquí, ¿y qué pasó con ese Ministerio? Tenían aquellos Ministros un carácter tan malo, tan avieso, que nunca pudieron entenderse entre sí . Y el Sr. Gamazo era, por lo visto, el peor entre los malos caracteres que constituían aquel Ministerio, puesto que por ser tan malo fue echando los Ministros, uno tras de otro; primero al Sr. Cervera, a quien hizo naufragar; luego al Sr. Montero Ríos y después no sé si también al Sr. González . Pues no hay nada de eso, Sr. Romero Robledo; el Sr. Gamazo no echó a ningún Ministro; lo que sucedió con estos compañeros nuestros que salieron del Gabinete, es lo que sucede frecuentemente en los Gobiernos de opinión, en los Gobiernos parlamentarios. El Sr. Gamazo era Ministro de Hacienda, y a este titulo estaba encargado de hacer los presupuestos con arreglo al programa del partido liberal, programa que no era sólo del Sr. Gamazo, sino del partido entero . Exigió, pues, el Sr. Gamazo ciertas trasformaciones en los servicios, y el Sr. Cervera creyó que él no podía ni debía hacerlas; pero no salió el Sr. Cervera porque lo echara el Sr. Gamazo, el cual influyó cuanto pudo porque continuase, sino porque el Sr. Cervera creyó que él no ayudaba bastante en sus fines financieros a aquel Gobierno; y suponiendo que en este concepto su permanencia, en el Ministerio podía significar una perturbación para la marcha del Gobierno, se empeñó en salir de él, y salió, en efecto, a pesar del Sr. Gamazo .
En cuanto al Sr. Montero Ríos, todo el mundo sabe también lo que sucedió. El Sr. Montero Ríos presentó un presupuesto de su Departamento con arreglo a los deseos del Sr. Gamazo y de todo el Gabinete, bajo el punto de vista de las cifras del presupuesto mismo; pero luego, por dificultades en el Parlamento o en la Comisión, o donde quiera que fuera, el Sr. Montero Ríos no pudo desarrollar su pensamiento sino por medio de un presupuesto cuyas cifras excedían algo el limite que se había trazado; y al hacerle observaciones el entonces Ministro de Hacienda y los demás compañeros, el Sr. Montero Ríos contestó que para la buena administración de justicia, cuya defensa a él especialmente tocaba, no podía ceder a ciertas exigencias del Gobierno en la cuestión de cifras del presupuesto ; y a pesar de las observaciones del Sr. Gamazo y de los demás Ministros, a pesar de las instancias que todos le hacían para que se quedara, aunque fuese conservando la cifra por él consignada en su proyecto, se obstiné en salir, porque decía que no quería ser responsable ni de un pequeño aumento en los gastos del presupuesto; y se marchó con gran pesar de sus compañeros, y muy especialmente del Sr. Gamazo.
Respecto del Sr. D. Venancio González, ¿quién no sabe por qué se marcó y cuán a disgusto de todos y a disgusto mío se marchó? Una gran desgracia que pesaba sobre su espíritu y una salud muy quebrantada, le hicieron dejar el puesto; y bien sabe el Sr. Romero Robledo que no lo dejó porque nadie lo echara, puesto que estando en el Gabinete los mismos individuos que le componían cuando el Sr. González dejó de pertenecer a él, se le ha ofrecido una cartera y otros [3329] puestos importantes, que no ha querido aceptar por creer que subsisten las causas que le hicieron salir del Ministerio.
Por consiguiente, ¿qué tiene que ver el Sr. Gamazo, ni qué tenemos que ver aquí con esos cambios ministeriales, ni qué relación tiene esto con el carácter de unos y de otros Ministros? Yo le puedo decir a S. S., que habrá habido Ministerios, en que hayan Estado unidos los Ministros, pero más unidos que en éste, en ninguno. Y ya en este terreno, el Sr. Romero Robledo ha tenido el atrevimiento, que verdadero atrevimiento es no estando bien enterado de las cosas, de decir que no se saludaban los Sres. Gamazo y Puigcerver. Pues los Sres. Gamazo y Puigcerver no han perdido por un solo momento la amistad que se tenían, y no han dejado de saludarse jamás. Por consiguiente, las crónicas en que S. S. se ha informado, son completamente inexactas.
Pero ya lo ha dicho S. S.: "yo vengo aquí a curiosear." ¿Es esto lo que ha dicho S. S.? (El Sr. Romero Robledo: Es verdad.) Pues así comprendo que S. S. exponga cosas imaginarias, para sacar las cosas reales; pero no tenía necesidad de apelar a ese medio; porque si S. S. me pregunta a mí lo que ha pasado en todas las cuestiones, se lo diré; a mí no me duelen prendas; y como no ha pasado nada de particular, sino lo corriente y propio en todo Gobierno y en estos sistemas representativos, no tengo inconveniente en decir a S. S. todo lo que ha ocurrido.
Y bueno será que antes de entrar en está relación, yo proteste aquí de la responsabilidad que atribuye S. S. al Sr. Gamazo en asuntos deplorables que todos hemos lamentado. El Sr. Gamazo no tiene la culpa de las perturbaciones del orden público que se han ocasionado . ¿Qué tiene que ver el Sr. Gamazo con la alteración del orden público en San Sebastián? ¿Qué tiene que ver el Sr. Gamazo con lo que ocurrió en Vitoria? Yo no tengo noticias de que en Vitoria gritaran "muera Gamazo" y "muera Sagasta." ¿Qué tiene que ver el Sr. Gamazo con lo que ocurrió en Bilbao por una, cuestión de cruceros? No; lo que hay es, señores, que aquí, como en todas partes, cuando no hay abnegación bastante, cuando no hay bastante práctica de la libertad y de los derechos que a los ciudadanos se conceden, se perturba el orden público en cuanto se lastiman intereses locales o regionales, aunque sea en bien del interés general de la Patria; y frecuentemente suelen llegar los clamores hasta el motín, allí donde hay necesidad de entablar la lucha entre intereses encontrados. Para vivir sin disgustos, para no tener disturbios, para no presenciar motines, ya sé yo lo que hay que hacer; es una cosa muy fácil para el Gobierno: todo se reduce a no hacer nada, a dejar las cosas como están, a vivir como se pueda, al día, sin pensar en el porvenir ; pero ¡ah! que al fin y al cabo el país es el que viene a pagar ese refinado egoísmo; porque cuando la Hacienda se encuentre abrumada por descubiertos de presupuestos anteriores y tenga que pedir prestado, y no encuentre más que usureros sin entrañas, y acuda al Banco, y el Banco llene el mercado de papel y empiece la desconfianza, y cada ciudadano y cada español encuentren mermados sus recursos por la depreciación del papel, y toquen el resultado de tan fatales consecuencias, ¡ah! entonces, ¿qué será de esos intereses que creyéndose lastimados llevan sus clamores hasta el motín, y ¿qué será de todos los intereses de la Nación?
Ya sabía el partido liberal que su programa le había de costar muchos disgustos; ya sabia que era difícil la resolución del problema económico; ya sabía que se necesitaba para resolverlo de la abnegación de todos; pero por lo mismo que sabía eso, ha debido tener más empeño en la resolución, afrontando todos los disgustos, cualesquiera que fueran las consecuencias .
¡Motines! Nadie lamenta más que el Gobierno esas perturbaciones del orden público. Que ha habido desgracias. Nadie tampoco las lamenta más que el Gobierno; pero claro está que la Autoridad ha de proceder en su conducta según los casos, el origen y las proporciones de los motines, y hasta la misma conducta de los amotinados. Y cuando la Autoridad es desconocida y desacatada, y la fuerza pública insultada y agredida, entonces todo el rigor de la Autoridad me parece poco; porque estoy resuelto, mientras tenga la honra de ocupar este sitio, a no consentir que en adelante la fuerza pública, sea de la Guardia civil o del ejército, salga a la calle para ser insultada y agredida, sin que a la agresión conteste con la agresión, sin consideraciones de ningún género. (El Sr. Conde de Casasola: ¡Y lo de Melilla? Pido la palabra.)
Es verdaderamente sensible tener que acudir a estás medidas violentas; es más sensible la sangre que con ellas se derrama; pero no se puede consentir que se apele a los medios de la rebelión cuando el ciudadano tiene el camino expedito y amplísima libertad para acudir a los Poderes públicos en manifestación de sus agravios y en demanda de justicia siempre que se trata de hacer cumplir la voluntad de las Cortes. Los ciudadanos pueden reunirse y protestar contra un impuesto que les parezca oneroso, pueden apelar a la opinión pública, pueden acudir a las Cortes, pueden hacerlo todo, menos sublevarse: esto podrá consentirse en los países dominados por la fuerza; pero aquí en que hay un derecho amplísimo para todos, debe saber todo ciudadano que cuando apela a esos medios, se expone a quedar tendido en medio de la calle.
Su señoría me ha recordado también los sucesos de San Sebastián. Yo me propuse, desde el momento en que ocurrieron, al menos en lo que a mí se refieren, olvidarlos; y tan olvidados los tengo, que cuando S. S. me ha hablado de ellos, creí que se refería a sucesos de otro país. Que ocurrieron desgracias; lo milagroso fue que no ocurrieran más: porque un motín a media noche, sin causa ni pretexto alguno; un motín que viene a perturbar por medio de alborotos y de gritos subversivos a una población tranquila, a la que van a buscar reposo y sosiego muchos habitantes de España; un motín en que se apedrea y se trata de asaltar viviendas particulares, y se desconoce y se desacata y se atropella primero a las Autoridades municipales y después a la Autoridad de la provincia, hiriendo a los agentes de unas y otra, y ofendiendo, lastimando y desconociendo a la fuerza pública, desoyendo sus amonestaciones y contestando a los primeros disparos al aire con una brutal agresión ; Un motín de esa especie, pudo producir, y fue milagroso que no las produjera, más desgracias. Yo me felicito de que no ocurrieran más, sintiendo mucho las que ocurrieron; pero repito que no quiero hablar de los sucesos de San Sebastián.
Vamos a todas esas otras cuestiones que cree el [3330] Sr. Romero Robledo que han traído al Ministerio anterior materialmente a la greña, riñendo todos los días, y con tal desesperación y con tal apasionamiento, que ni aun se respetaba mi enfermedad; porque celebrándose los Consejos de Ministros en una habitación inmediata a aquella en que yo me hallaba, no tenían los Ministros ni siquiera la consideración de guardar el silencio debido al enfermo. Pues nada de esto es exacto, Sr. Romero Robledo. Eso es tan inexacto como la historia que ha referido S. S. de la primera crisis y de la segunda, y de lo que han hecho los Ministros y de lo que han dejado de hacer. Pero ¿no se le ha ocurrido a S. S. que eso no podía suceder? ¿No se le ha ocurrido a S. S. que eso hubiera sido una falta de educación, que no cabía en las dignísimas personas que componían el Ministerio? (El Sr. Romero Robledo: ¡Si lo han contado los periódicos de S. S.!) ¿Los periódicos míos? Yo no tengo periódico ninguno; pero en fin, los periódicos de mi partido yo no sé lo que han contado; pero no han podido contar eso, y no creo que lo hayan contado.
Por lo demás, los periódicos del partido de su señoría, y otros, han contado tantas y tales cosas, que por ellas, sabiendo S. S. como sabe que son inexactas, ha debido comprender que también lo eran las que atribuían a los Ministros, que implicaban desconsideración y hasta falta de educación. Pero no ha habido nada de eso, porque ninguna cuestión ha ocasionado verdadero debate.
Primero quiero ocuparme de lo referente al nombramiento de gobernador para Santander, porque sin mirar las notas que he tomado, me parece que S. S., después de hablar de Vitoria y San Sebastián, se ha ocupado de Santander.
No fue cuestión el Gobierno de Santander, porque cuando se trató de proveerlo acababa de ocurrir la gran desgracia del buque Machichaco, y entonces el Gobierno creyó que no urgía el nombramiento, ya que el presidente de la Diputación, que había presenciado la primera catástrofe y que había Estado a punto de ser victima de ella, era una Autoridad que ofrecía una gran confianza a la población en aquellos momentos verdaderamente y con razón atribulados. Así es que desde el instante en que el gobernador que desempeñó interinamente las primeras funciones, que fue el director general de Administración local, se vino a Madrid, juzgó el Gobierno que lo mejor que podía hacer para inspirar confianza a aquellos habitantes, era nombrar gobernador al presidente de la Diputación provincial de Santander. Y no se arrepintió de haberlo hecho así entonces, ni se ha arrepentido después, porque aquel funcionario se ha conducido de una manera dignísima.
¡Claro está! El Gobierno pensó que además de la solicitud y del celo de toda Autoridad, había de poner el celo y la solicitud de un hijo del país, interesado por sus parientes, por su familia, por sus deudos y por sus propios intereses, en que el conflicto se resolviera lo más pronto y del mejor modo posible, y está fue la causa de detener el nombramiento de gobernador de Santander. (El Sr. Alvear: De eso hablaremos oportunamente.) Hablaremos cuando S. S. quiera; pero ahora estoy hablando yo, porque ha hablado el Sr. Romero Robledo; y me parece que he de saber estás cosas mejor que S. S., porque S. S. probablemente las sabrá por las crónicas a que acude el Sr. Romero Robledo, y yo hablo por lo que por mi ha pasado y por lo que ha pasado por el Gobierno que he tenido y tengo la honra de presidir. (El Sr. Viesca: Debo hacer constar, en confirmación de lo dicho por el Sr. Sagasta respecto a la designación de gobernador interino, que el nombramiento del Sr. Trápaga fue muy bien recibido en Santander.)
El Sr. PRESIDENTE: Orden, Sr. Diputado; no puede S. S. intervenir en el debate sin que se le conceda la palabra.
El Sr. VIESCA: Señor Presidente, únicamente me he permitido interrumpir al Sr. Sagasta por tratarse de un hijo de aquella provincia, el cual demostró los mejores deseos de acierto mientras estuvo encargado del Gobierno civil.
El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta) : Agradezco al Sr. Viesca la manifestación que acaba de hacer en confirmación de las palabras pronunciadas por mí, y se la agradezco aun más por lo mismo que no era necesaria esa confirmación, puesto que en este caso nadie puede estar más enterado de lo ocurrido, que el Gobierno; y el Sr. Alvear no ha debido poner en duda mis palabras. (El Sr. Alvear pide la palabra.)
Otra cuestión por la cual nos hemos peleado: la cuestión de Navarra . Pues está cuestión no ha podido dar lugar A debate; porque el Gobierno anterior haciendo uso de la autorización que las Cortes le concedieron en uno de los artículos del presupuesto, quiso convenir con la provincia de Navarra un nuevo concierto de tributación, dejando intacto el privilegio que concede a aquella provincia la ley de 1841.
La Diputación provincial de Navarra no quiso concertar con el Gobierno. Pero ¿qué alegaba la Diputación provincial para negarse a ello? Primero: que no tenía facultades ni poderes para hacerlo; reparen bien los Sres. Diputados. ¿Y qué alegaba además aquella Diputación para negarse a contribuir con mayor cantidad que la señalada hasta aquí a las cargas del Estado, las cuales deben ser satisfechas por la provincia de Navarra como por las demás provincias, en la proporción que exigen las mayores aspiraciones de todas? Pues alegaba la ley de 1841.
Señores Diputados, los tiempos marchan; las aspiraciones del país, incluso las de Navarra, van en aumento; sus necesidades crecen de día en día, y claro es que las leyes que fijan la tributación necesaria para satisfacer aquellas aspiraciones y atender a estas necesidades, no pueden ser invariables ni eternas; y si la Diputación provincial de Navarra no se creía con facultades ni con poderes para concertar con el Gobierno (que es el privilegio que concede a aquella provincia la ley de 1841) la modificación que habla de hacerse en la tributación de aquella provincia, con un aumento mucho menor de lo que debía ser y de lo que corresponde a las atenciones que allí cubre el Estado, claro está que habla que pensar en hacer algo, en resolver el problema de alguna manera.
El problema podía resolverse de dos modos: por el Gobierno inmediatamente, o por las Cortes más tarde. Pues, bien; cuestión que existía, y a ella me refería antes, respecto a la forma, al procedimiento, al instante en que el problema había de resolverse: había Ministros que creían que el Gobierno debía inmediatamente proceder contra la provincia de Navarra, por si, imponiendo aquella contribución que [3331] se creyera justa, en relación con la que pagan las demás provincias sus hermanas, y otros Sres. Ministros creían que, puesto que se trataba de una autorización concedida por las Cortes, y no de un mandato, era mejor, ya que las Cortes no habían de tardar en reunirse, esperar a que estuvieran reunidas, y dar cuenta en ellas del uso que había hecho el Gobierno de la autorización que se le había concedido y del ningún resultado obtenido; pero no se llegó a discutir la cuestión en Consejo.
En lo que todos los Ministros estábamos de acuerdo, era en que la provincia de Navarra no podía continuar así, y mucho menos después de haberse negado a concertar con el Gobierno, desoyendo en esto el deseo de las Cortes, puesto que éstas habían creído que debía concertarse cuando autorizaban al Gobierno para ello. (El Sr. Gurrea pide la palabra.) De otra manera, las Cortes, los Poderes públicos, quedarían a los pies de una provincia, siquiera sea tan importante como la de Navarra.
Pero vamos a otra cuestión, que yo las voy a tratar todas, porque en estás cosas lo mejor es la franqueza, aunque el Sr. Romero Robledo crea que yo no tengo esa cualidad. (El Sr. Romero Robledo: No.) Debe creerlo así S. S., cuando dice que yo soy todo lo contrario de lo que aparento ser; y el que es todo lo contrario de lo que aparenta ser, claro está que no es franco. Precisamente yo peco por exceso de franqueza, y S. S. sabe que ni ahora ni nunca me han dolido prendas. Su señoría ha estado a mi lado, con mucha honra mía, en el Gobierno; ha servido a mis órdenes, siendo por cierto un gran Subsecretario ; y debió aprender entonces que si peco de algo, es de ser demasiado franco, cosa que me ha producido muchos disgustos; pero no me importa.
Cuestión de Marruecos. En está cuestión, el Gobierno no se encuentra en buenas condiciones de discusión, porque a pesar suyo, si le combaten, como espero que le combatirán, sobre todo en una parte de la cuestión, va a tener que prescindir quizás de las mejores armas para su defensa. El Gobierno tiene que guardar consideraciones a que algunos Sres. Diputados no se creerán obligados; pero si no existieran esas consideraciones, todavía le había de detener en el debate la idea del patriotismo; porque yo debo decir aquí de una manera solemne, que de los orígenes y de los primeros incidentes de la cuestión de Melilla, cuanto menos se hable, mejor. Dado el Estado a que han legado las cosas, la cuestión puede ser esta: el Gobierno, ¿procedió bien o procedió mal dirigiendo la acción diplomática, para ver si por media de la paz conseguíamos la reparación que nos era debida, al mismo tiempo que la acción militar para castigar con nuestro ejército la ofensa que se nos había inferido? ¿Sí o no?
Si la acción diplomática se adelantó a la acción militar, eso no será culpa del Gobierno, porque como esa acción no dependía sólo del Gobierno español ni de nuestras relaciones con el Gobierno del Sultán, sino quizás también de las que teníamos con otras Naciones, claro está que no podíamos llevar con un compás las dos negociaciones, adelantando a nuestro gusto la una sobre la otra, la de paz sobre la de guerra, o la de guerra sobre la de paz; pero es lo cierto que si el Gobierno hubiera entablado sólo la acción militar, prescindiendo de la diplomática, nos hubiéramos empeñado en una guerra con los riffeños, en la cual nuestro ejército habría conquistado, sin duda alguna, por su heroísmo, muchos laureles, pero en la que el país no hubiera reportado, en mi sentir, más que males. Porque, señores, sin base de operaciones, en un país completamente inhospitalario, sin más objetivo que matar unos cuantos moros, cosa que nos hubiera satisfecho, pero que también nos hubiera costado la muerte de algunos españoles, en esas condiciones, la guerra no debe hacerse sino cuando no hay otro remedio, porque ante todo y sobre todo, y cueste lo que cueste, hay que salvar el honor de las armas españolas y la dignidad de la Nación; pero cuando hay otros recursos para la satisfacción del sentimiento nacional, entonces no se puede apelar a una guerra semejante. (Muy bien.)
Tenemos, además, los antecedentes del tratado de Wad-Ras; cuando hemos apelado a esto, cuando hemos conseguido por medio de la paz un tratado que salva el honor de nuestras armas y la dignidad de la Nación, no hay motivo para combatir al Gobierno porque haya dirigido al mismo tiempo la acción diplomática y la acción militar. El haber desarrollado sólo la acción militar, tenía el inconveniente de que además de una guerra difícil, se hubiera hecho imposible después la acción diplomática, y tal vez nos hubiéramos empeñado en una guerra con Marruecos, guerra que siempre es ruinosa para todas las Naciones, sobre todo para aquellas que, como la nuestra, deben recogerse y pensar en regenerar su Hacienda. La guerra hubiera sido además un desastre, porque hubiera roto las bases de la política que España debe seguir en África, y hubiera traído quizás grandes desdichas por las perturbaciones europeas que hubiera ocasionado. De manera que en este sentido, a los que nos combatan, nosotros les podremos contestar: ¡bendita sea la paz, que habiendo salvado el decoro de la Nación y el honor de nuestras armas, nos permite continuar recogidos para reponer nuestra Hacienda y ver si podemos sacar al país de la malísima situación económica en que se encuentra! (Muy bien.)
Sobre esto me parece que no hemos reñido nunca los Ministros del Gabinete anterior, ni tampoco sobre el nombramiento del general Martínez Campos. El primero que pensó en ello fue el general López Domínguez; el cual, en vista del deseo que tenía aquel ilustre caudillo de mandar el ejército de África, y dado el cariño y la amistad que le tiene, y dada otra consideración que yo no quiero exponer al Congreso porque no tengo necesidad de exponerla, pero que no debe escaparse a la penetración del Sr. Romero Robledo, propuso que fuera el general Martínez Campos a mandar el ejército de África.
Se le envió, ¿para qué? ¿para cubrir con su responsabilidad nuestra responsabilidad? ¡ah! no, de ninguna manera. Fue allí, quedando nosotros responsables de cuanto hiciera el Sr. Martínez Campos, hasta el punto de que recibió órdenes terminantes del Gobierno, que ha cumplido con la mayor severidad, con una severidad tal, que no es posible suponerla más grande en ningún general de la Nación española. Las dificultades de la negociación han sido para el embajador, que ha demostrado cualidades eminentes.
Claro está que el Gobierno no ha de escatimarle gloria ninguna: toda es para el general Martínez Campos; porque el Gobierno sabe muy bien el sacri-[3332] ficio que ha hecho, sacrificio inmenso para un soldado de las cualidades del general Martínez Campos, para un soldado de sus aficiones, tan entusiasta por las glorias militares, que tiene tanto amor a los laureles del ejército. Ese ilustre caudillo, a quien sus aficiones y su historia llevaban a la guerra, ha vuelto la vista al camino de los triunfos militares para no ver más que el bien de sus conciudadanos, haciendo un sacrificio, que jamás debe olvidar el país, que debe estar profundamente agradecido al ilustre general Martínez Campos. Tampoco en esto habrá podido ver el Sr. Romero Robledo motivo para que riñeran los Ministros anteriores, como supone S. S. que estaban riñendo siempre.
Cuestión de Ultramar: Tampoco en la cuestión de Ultramar hay disensiones ni aun diferencias entre este Ministerio y el Ministerio anterior, porque este Ministerio mantiene las reformas de Ultramar presentadas por aquél; pero ni el Ministerio anterior al presentar esas reformas, ni el Ministerio actual al mantenerlas, tratándose de proyectos de ley que afectan a tantos intereses de una parte muy querida de la Nación española, podían negarse a admitir aquellas modificaciones que demuestre como convenientes una razonada y templada discusión, ni aquellas transacciones que, no matando el espíritu, la esencia y el fondo de las reformas, contribuyan al resultado y al fin que las mismas se proponen; de manera que lo que importa es que en la discusión de las reformas de Ultramar todos se desprendan del egoísmo de localidad, del amor propio personal, en la seguridad, en la confianza de que ni el Ministerio anterior se hubiera opuesto, ni este Ministerio ha de oponerse jamás a nada de lo que sea justo y razonable, y menos aún a nada de lo que pueda conducir a la armonía y concordia de los elementos españoles que tienen el símbolo común de la Patria, ni a nada de lo que pueda contribuir al bienestar de aquellas provincias tan queridas.
Esto es lo que dijo el Ministerio anterior, y esto es lo que dice este Ministerio; de modo que ni en el Ministerio anterior pudo haber disensión, ni puede haberla en éste con motivo de las reformas de Ultramar, en que S. S. hace tanto hincapié. (El Sr. Romero Robledo: ¿Y en la conducta?) En la conducta hay lo siguiente, porque voy a decirlo todo. (El señor Romero Robledo: Lo que S. S. no diga, lo completaré yo.) Sí; pero si yo no se lo digo, lo va a completar muy mal, tan mal como lo ha narrado; por eso voy a decírselo a S. S. El Ministerio anterior creía que las Cortes iban a reunirse antes y que era necesario que en esta legislatura saliera ese proyecto de ley, porque lo consideraba necesario hasta para la pacificación de los ánimos en la isla de Cuba. Las Cortes no han podido reunirse hasta muy tarde; es difícil tratar todos los asuntos con la amplitud necesaria, y menos aún con la extensión que tendrán estos debates, a juzgar por la que S. S. ha dado a su discurso, y teniendo además en cuenta el debate de los presupuestos, que hemos de presentar, a pesar de las dudas de S. S.... (El Sr. Romero Robledo: ¡Si hemos de obligar al Gobierno a que los presente, porque estamos escamados!) No se escame S. S., porque estamos resueltos a presentarlos a pesar del poco tiempo, para lo que se acostumbra en este país, de que disponemos, por más que tenemos de este año tres meses, de aquí á Julio, y después más si quieren seguir los señores Diputados; pero por lo menos tenemos dentro de este mismo año dos meses, Noviembre y Diciembre; de modo que son cinco meses útiles, muy útiles para discutir, y el año próximo tendremos todo el tiempo que se quiera, desde principio de año hasta que el sol canicular nos eche de aquí.
De manera que los señores republicanos, que ahora se muestran tan afanosos por que las Cortes estén reunidas, pueden ayudarme, y tendremos Cortes todo ese tiempo. (El Sr. Romero Robledo pronuncia algunas palabras que no se perciben bien.) Me prometo una vida más larga de lo que supone S. S. (El Sr. Romero Robledo: Le conozco a S. S.; yo soy algo médico.? Risas.) Claro está que me he de sentir con ganas de vivir; pero además le digo á S. S. una cosa, y es, que me siento con bríos para vivir mucho. (El Sr. Romero Robledo: Yo me alegro.) ¡Si se lo digo a S. S. porque sé que se alegra! (Risas.) Ya ve S. S. que ni aun esta cuestión pudo serlo para los Ministros salientes, ni puede serlo para los entrantes.
Voy a la de los ferrocarriles, esa que S. S. presentaba como un gran fantasma que espantaba a los Ministros salientes. Pues nada de eso. Este importantísimo asunto no ha sido cuestión, ni podía serlo, en los Consejos del Ministerio anterior, ni es cuestión todavía en este Ministerio; mucho menos ha podido ser cuestión para hacer nada menos que una crisis.
Lo que hay, Sr. Romero Robledo, es lo siguiente: que las Compañías de caminos de hierro se dirigieron al Ministerio anterior, como se habían dirigido a otros anteriores, exponiendo la difícil situación en que se encontraban y demandando aquellos auxilios que creyeran legales y convenientes los Poderes públicos.
El Gobierno anterior se preocupaba, como otros Gobiernos anteriores y como los que le sucedan, y como se preocupan en todas partes todos los Gobiernos, se preocupaba naturalmente de la suerte de unas Compañías con las cuales viene a ser copartícipe, porque al fin y al cabo las grandes obras que explotan han de venir a ser un día propiedad del Estado; y su ruina, además de producir aplazamientos mortales para el movimiento, para el comercio y para la vida de la Nación española, puede romper, si no el único, el lazo más eficaz del crédito que nos queda con el extranjero.
Pues bien; el Gobierno les dijo: concreten ustedes los medios que crean más indispensables para salvar su difícil situación. Las Compañías, en efecto, presentaron unas proposiciones, pero en ellas no aparecían de acuerdo; y entonces el Gobierno les dijo que se pusieran de acuerdo y que propusieran medios que pudieran ser objeto de una disposición general, porque no era cosa de que para cada Compañía tomara el Gobierno una disposición distinta; y al mismo tiempo, como interesaba tanto a las Compañías como al país, a las Compañías porque acrecentaría el tráfico de sus vías, al país porque abarataría y acrecentaría el movimiento, el comercio y la vida de la Nación, la construcción de caminos vecinales en una zona de 10 á 12 kilómetros, a un lado y otro de la vía y el establecimiento de los ferrocarriles secundarios, les advirtió que sería conveniente que, al mismo tiempo que propusiesen los medios necesarios para salvar su situación, armonizaran éstos con este gran pensamiento cuya realización reclama con tanta necesidad el país, [3333] y que si lo dejamos entregado a los presupuestos ordinarios, no lo verán realizado ni nuestros nietos.
En efecto; las Compañías de ferrocarriles, puestas de acuerdo, hicieron sus últimas proposiciones; al Gobierno no le satisficieron, porque si bien es verdad que se comprometían a construir los caminos vecinales en la zona antes dicha no se comprometían a llevar a cabo el establecimiento de los ferrocarriles secundarios; y como el Gobierno insiste con gran perseverancia en el establecimiento de esas vías que han de contribuir al aumento de riqueza y prosperidad del país, no se satisfizo con esas proposiciones, y se las devolvió, invitándoles a que lo pensaran de nuevo.
En este Estado el asunto, sobrevino la crisis; de donde se deduce que el Ministerio anterior lo único que ha hecho ha sido oír a las Compañías de caminos de hierro, lo cual no podía ser motivo de una crisis, ni podía serlo, ni era motivo de discusión; a no ser que se pretenda negar a las Compañías de ferrocarriles lo que no niegan nuestras leyes ni hasta a los más criminales, que es el derecho de ser oídos. Pues esto es lo que hay en la cuestión de ferrocarriles. Se ha hablado mucho de ella, pero todo lo que se ha dicho por algunos han sido puras fantasías, y por otros pura malignidad, juzgando a los demás por sí mismos y suponiéndolos dispuestos a hacer lo que ellos en su caso harían.
Me parece que he demostrado al Sr. Romero Robledo que en ninguna de las cuestiones de que S. S. se ha ocupado (no sé si habré dejado yo de ocuparme de alguna) han tenido los Ministros salientes ni lo entrantes motivo de disensión; he satisfecho en absoluto la curiosidad de S. S.; y como no me he levantado más que a eso, y creo haberlo hecho satisfactoriamente, y es tarde y no quiero molestar más a los Sres. Diputados, me siento.
El Sr. ROMERO ROBLEDO: Pido la palabra para rectificar.
El Sr. PRESIDENTE: Se suspende la discusión.
Se dio cuenta de una comunicación del Sr. Duque de Almodóvar del Río, manifestando que, por motivos de delicadeza personal, completamente ajenos a la política, renunciaba el cargo de Vicepresidente primero del Congreso de los Diputados .
El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta) : Pido la palabra.
El Sr. PRESIDENTE: La tiene S. S.
El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): Esa dimisión presentada por uno de nuestros dignísimos Vicepresidentes es debida de una cuestión de delicadeza, y, por tanto, ruego al Congreso que no la admita.
Hecha la correspondiente pregunta, el Congreso acordó no admitirla.